Tenían
las manos atadas, o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban, volaban,
dibujaban palabras. Los presos estaban encapuchados;
pero inclinándose alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar
estaba prohibido, ellos conversaban con las manos.
-Algunos
teníamos mala letra- le decía- Otros eran unos artistas de la caligrafía.
La
dictadura quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie:
en cárceles y cuarteles, y en todo el país, la comunicación era delito.
Algunos
presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el etrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández y Mauricio, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través de la pared. Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuesta.
Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.
Por: Eduardo Galeano.
Por: Eduardo Galeano.